250 Km

La literatura argentina se extiende doscientos cincuenta kilómetros más allá de la costa, o sea llega a Montevideo, si no cagamos… porque tiene que entrar Mario Levrero y Felisberto Hernández, sin Felisberto no existimos.

España

(Ahora España
ha vuelto a ser un reino y tiene Reina,
y Rey del reino. España es un tablero
de alfiles politizados y peones
recién comidos: a la derecha, negros, paralizados, fuera del juego).

Frondizistas

En esa misma época encontré la amistad de Gerardo Andújar, que aún era dirigente del centro de estudiantes de filosofía. Admiraba a Andújar porque era el líder social e intelectual del grupo de anarquistas al que había preferido integrarme. Los anarquistas viejos usaban pistolas Star Nueve Largo, dudosos remanentes de la guerra de España, y los más jóvenes usaban Colts o Ballester Molina calibre 45.

En cambio, Andújar usaba dos revólveres 38, y a su manera cordial y anarco-criolla, despreciaba a los usuarios de armas automáticas: decía que eran armas de imbéciles milicos, aseguraba que eran riesgosas porque solían encasquillarse y garantizaba que un revolucionario capaz de disparar con ambas manos jamás necesitaría sobrevivir más allá del décimo disparo. Lo admiraba tanto, y tan poco temía su ineludible censura que una noche me atreví a preguntarle si éramos apolíneos o dionisíacos y él respondió que esa era la pregunta típica de un boludo, y que si en verdad a alguien le interesaba la filosofía, tenía que preguntarse cómo hacer para no conventirse en un chancho burgués, y poner especial cuidado en no volverse puto.

Algo debió haber sospechado de mí, porque se puso muy serio en el momento en que me advirtió: «la facultad está llena de putos y todos los putos, tarde o temprano, se vuelven frondizistas…» Pensé que exageraba, pero, con el tiempo, el tiempo vino a darle en parte la razón.

Constitución

Yo había salido de la cana, y me tomaron como director creativo de la agencia de publicidad que era de la familia del presidente (Roberto) Viola, que ostentaba todas las cuentas publicitarias de las empresas intervenidas por el gobierno.

El presidente de la agencia era un amigo de Viola, y el vicepresidente era además el vicepresidente del Banco Central en ese momento, el brigadier Cabrera. Entonces, la agencia era también un lugar donde se reunían los generales a charlar boludeces, a tomar whisky, y a hablar sobre cómo iban a ganar la guerra.

Una vez, incluso iba en remís con el brigadier Cabrera, pasamos por la estación Constitución, para tomar lo que después fue la autopista. Y le digo:

«Qué buena arquitectura».

Me dice: «Sí, es maravillosa».

«¿Sabe quién tiene los planos de esto? ¿Sabe dónde están?»

«No», me contesta.

«Ah, le aviso que están en el Banco Lloyds de Inglaterra; porque esto está asegurado en Inglaterra. Y ellos lo pueden hacer mierda en un minuto. Y ustedes no saben dónde están los caños».

León

Hacia 1968 yo tenía que estar casado con una mujer que quería ser psicoanalista: quería pasar al lado bueno del mostrador en el mercado del terror médico asistencial.

Aquel año, todas las chicas que aspiraban al pase trataban de perfeccionar y standarizar su discurso, -como quien pule sus uñas- integrándose a alguno de los tantos «grupos de estudio» que pululaban. Había un León que fascinaba a mi muchacha relatándole los Manuscritos del 48 de Marx y la Psicología de las Masas de Freud, y mostrándole todo lo que podía hacer un filósofo con unas pocas frases que para ella, y para sus colegas, no significaban nada.

Tanto admiraba a su León, tanto debió adivinar mis potenciales celos, que a otros tantos penosos deberes conyugales me agregó el de asistir a una serie de reuniones con su «grupo de estudios». Todo lo que aprendí sobre la circulación pública y los subproductos de la filosofía lo debo a esa decena de encuentros en el pequeño zoo freudomarxista.

La bochita

Yo pude escribir literatura recién cuando se inventó la bochita.

Con las máquinas de escribir mecánicas no pude escribir nunca y con las máquinas de escribir eléctricas me costaba mucho escribir.

En cuanto tuve una máquina con bochita, pude escribir -en el ’77 llegaron acá las IBM.

Y cuando salió una máquina con bochita portátil escribí «Mis muertos punk», en un mes y medio en Punta del Este. Estaba al pedo y absolutamente oxigenado, sin droga; a las nueve de la noche se iban todos a dormir y empezaban las puteadas por el ruido que hacía esa máquina, que dentro de un barco se expandía más.

Pero la máquina no temblaba, no se sacudía, y eso para mí era fundamental.